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EL COMPRADOR DE SONRISAS.
EL COMPRADOR DE SONRISAS
Gustavo Sampaio da Conceiçao era un niño que en apariencia lo tenía todo empezando por lo más importante: unos padres que lo querían y que además eran de buena familia. Dicho esto en el sentido de su capacidad económica, porque de buena familia son todos los padres.
Pero como todo tiene su parte negativa, quizás por ser hijo único y considerarlo sus padres el blasón familiar, llevó una niñez dura, de mucho sacrificio y poco juego, lo cual se debía al deseo de su madre de dar lustre al apellido Sampaio, poseedor de tierras y propiedades, pero según algún pescoço esticado (cuello estirado) pobre en la sangre al descender sus ancestros de tupí antropófaga aunque fuera princesa, y de portugués conquistador medio noble, para más señas; y la de su muy católico padre, hijo primero de familia aristocrática, rica en alcurnia y pobre en hallares; la de proveer de caudales a un apellido que no había sabido cambiar la grandeza de Portugal por la inmensidad da terra Brasilera.
En ese deseo compartido, quiso la pareja que el niño naciera en Portugal, donde no fue inscrito, aunque allí recibió un bautizo por todo lo alto que pagó su madre al que asistieron nobles, con mucho, con poco, o con ninguno dinero, esperando que el apellido Conceiçao recuperara el lustre que había perdido en lo monetario. Y una vez bautizado volvieron al Brasil, concretamente a Rio, donde lo inscribieron, para de esta forma conseguir su propósito de que el primer vástago fuera al mismo tiempo portugués y brasileño mesmo; una forma de designar a los brasileños nacidos en el Brasil, dada la promiscuidad de orígenes de los que sin haber nacido allí, eran y son considerados brasileros também.
O jovem estudió en un buen colegio del barrio carioca de Lagoa, y junto a otros compañeros, la mayoría de ellos blancos, algunos mulatos, y pocos o casi ningún negro, compartió estudios, almuerzos, y juegos, advirtiendo en estos últimos una mayor predisposición para la sonrisa, lo cual le pareció lógico, dada la suerte que habían tenido en relación a los demás individuos de su raza.
Más tarde, a medida que fue creciendo en experiencia y en contactos, se dio cuenta que esa predisposición de los pretos (negros) hacia la sonrisa era generalizada, como también lo era la de las demás personas menos afortunadas que él y que el resto de sus compañeros de barrio y de colegio. Una actitud que nunca llegó a comprender y que le irritaba más cada vez, sobre todo después de visitar las favelas donde esas gentes vivían hacinadas en chabolas de madera en medio de la oscura estrechez de sus calles empinadas, entre las cuales se elevaba una fumaça (humo, también figuradamente) insalubre de olores y miseria.
Como era posible, se decía, que yo, hijo de buena familia que me esfuerzo todo el día para tener un futuro aún mejor del que tengo, me encuentre preso de la melancolía, mientras esa “malta” (en forma despectiva, masa o multitud) se ríe sin motivo aparente como si la sonrisa no hubiera que ganársela.
Por eso y por otras cuestiones relacionadas con el mismo tema le irritaban las canciones de los sambistas de color negro, cuando entre otras, entonaban mil veces repetido el estribillo: “Eu nao entendo como os brancos fican sempre aflitos com a barriga cheia” (no comprendo cómo los blancos están siempre tristes, cuando tienen la barriga llena).
De esta forma, pazo a pazo, tal vez abrumado y molesto con su vida. Tal vez porque se odia a lo que no se comprende; se fue engendrando en o senhor Gustavo Sampaio, un disgusto por la sonrisa que el tiempo convirtió en animadversión, primero por la de los demás, y después por la suya misma, a medida que este sentimiento fue creciendo hasta convertirse en casi en una enfermedad.
Convertido a satisfacción de sus padres en un hombre de provecho, serio, y amante del trabajo, decidieron, con la aquiescencia de Gustavo, enviarlo a los Estados Unidos a fin de instruirlo en disciplinas relacionadas con la dirección de empresas y el comercio, permaneciendo allí por espacio de cuatro años, en los cuales se desempeñó de forma notable, y sobre todo adquirió la disciplina y el amor por los métodos de trabajo de los norte americanos, los cuales había decidido implantar en el negocio familiar que tenía previsto montar en su patria.
Allí conoció a una chica católica a la que prometió un matrimonio que nunca contrajo, ya que a pesar de ser también católico lo era a la manera brasileña, o sea, para lo bueno, o lo que es lo mismo, para después de muerto. Debido a esto regresó a su país dos meses antes de la boda sin avisar a la novia, aunque al llegar a Rio ya estaba arrepentido, por lo que decidió confesarse y cargar con una dura penitencia, -si así pude llamarse a lo que no duele ni dinero cuesta-, al manifestarle al padre que le recomendó volver para casarse, que para eso era ya demasiado tarde.
Ya más asentado, decidió, con la aprobación de su padre, montar un hipermercado al estilo norte americano en el barrio de Botafogo, al considerar que el nivel de vida y las costumbres de las personas que habitaban en él, junto al turismo de dicha nacionalidad, hacían del mismo el lugar ideal, hasta el punto de no importarle la competencia que suponía tener casi al lado otro hipermercado de cadena nacional.
Pero, una vez pasada la novedad de los primeros meses, el señor Sampaio, buen conocedor tanto de su negocio como del ajeno, comprobó que el hipermercado contrario había incrementado sus ventas mientras habían descendido las suyas a pesar de estar objetivamente mejor servido, contar con precios mejores o parecidos, y estar mejor situado.
Había que averiguar el porqué, ya que según las leyes del mercado, aquello no tenía explicación. Para ello se instalaron cámaras ocultas en el servicio de cafetería y comidas, en todas las cajas, así como en los lugares de atención a los clientes. Comprobándose que en la práctica totalidad de los casos los empleados los atendían con presteza y de una forma educada y seria. Una vez realiza esta prueba, se efectuó el mismo seguimiento a los reponedores, llegándose a la misma conclusión en cuanto a la diligencia con la que efectuaban sus labores. Se llevaron a cabo controles de calidad y de precios, ambos con resultado satisfactorio, y finalmente se comprobaron los aspectos relacionados con la comodidad del cliente, tales como: el nivel de funcionamiento del aire acondicionado; el control de olores; el grado de ventilación y de pureza del aire; la ambientación y los colores; el nivel de iluminación y la incidencia de la luz natural en las diversas zonas del recinto; y lo demás que pudiera afectar al buen servicio. Todo a plena satisfacción y alcanzado los más altos niveles de puntuación de acuerdo a los cánones establecidos por el bureau (agencia) Norte Americano con competencias en el ramo.
Comprobado lo propio solo quedaba hacer lo mismo con lo ajeno, para lo cual el senhor Sampaio disponía de contactos en la mentada agencia que le hicieron conocer de derecho lo que ya suponía de hecho, o sea, que los niveles objetivos de calidad en los cuales se movía el hipermercado de la competencia no podían comparárseles. Y si eso era así, definitivamente así, ¿a que debía su éxito?, ¡acaso los parámetros científicos no servían allí para nada cuando en el resto del mundo incluyendo Brasil habían demostrado su operatividad.¡
Solo quedaba investigar sobre el terreno, y de ello se encargó el propio Sampaio, dando comienzo por la sección de cafetería y comida rápida, en las cuales advirtió una presencia mayor de personal de color, y con ellos, una sucesión interminable de sonrisas que parecían contagiar a todo el mundo, tanto al resto de personal como a los clientes, quienes después de tomar el desayuno, un café, o un rápido almuerzo, se dirigían con la misma predisposición hacia el interior, donde Sampaio comprobó el grado de mutua simpatía que muchos de ellos mantenían con los empleados, a quienes incluso parecían conocer. Llegando finalmente a la conclusión de que era el personal y su sonrisa el elemento intangible que decantaba el triunfo de un negocio sobre el otro.
Gustavo Sampaio era consciente de que debía adoptar esa modificación en su negocio para competir con el otro, aunque ni soportaba la sonrisa, ni tampoco se contemplaba en ningún manual, por lo que, muy a su pesar, intentó adoptar una solución que le permitiera conciliar su interés con su animadversión por ella, y como había sido educado en el sistema, decidió comprarla.
Para ello contrató a algunos empleados de color mulato y negro, despidió a algunos blancos sin darles la razón del porqué, y les explicó a los demás lo que ya sabían: que estaban vigilados por cámaras, y que a partir de ese momento se iba a instaurar un “plus de sonrisa” a distribuir según el beneficio, consiguiendo su propósito: aumentar las ganancias y apoderarse de la sonrisa de sus empleados. Quienes al poco tiempo de iniciado el sistema, no sabían a que se debía esta: si a sus ganas de reírse; si al miedo; o al dinero que obtenían por ella.
JMC
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